Poseía una belleza superior, osada, irreverente. Era caprichosa a matar; lo quería todo y lo quería ahora. Cuando su desafiante mirada se posaba sobre ti, tu cuerpo no podía menos que aceptar el reto y volverse tenso, expectante, impaciente por demostrar. Tenía un genio terrible y un orgullo mayúsculo. Su palabra era ley y la del resto, simples proyectos. Sus labios no admitían comparación alguna, como tampoco su inseguridad, que acostumbraba a mudar en mal genio. Era bonita, odiosa, irresistible, cruel, tramposa. Sus talentos eran múltiples; su miedo, singular. No temía a nadie, excepto a sí misma.
No siempre fue así. Ella había sufrido. Le habían hecho daño. Mucho. Fue adulada y agasajada primero para ser engañada y traicionada después. Tal vez no lo merecía. Pero luego volvía a ser adulada y agasajada y engañada y traicionada. Una vez. Varias. Dulce castigo.
Un día sintió que ya no podía más. Sufrió, sufrió más que nunca, le costó más de lo que jamás había imaginado, pero se decidió y logró salir de aquella prisión de cerámica. No lo pasó bien durante un tiempo. Se sentía sola, desprotegida. No obstante, el mero recuerdo de lo vivido poco antes la reafirmaba en su elección. Ahora era libre, para lo bueno y para lo malo.
Entonces la conocí. Se mostró ante mí como una chica fuerte, de marcada personalidad, muy femenina.
Ella me explicaba su pasado para que pudiese comprender su presente. Me dolía, pero la entendía. Sin embargo, no pareció gustarle tan temprana comprensión, y me trató como quizá debió hacerlo con aquellos otros que la adulaban, la engañaban, la agasajaban y la traicionaban.
Aún así, bajo los efectos del alcohol, llegó a confesarme sus anhelos y sus temores. “No soy tan fuerte”, me indicaban sus ojos a cada segunda cerveza. “Me encanta tu compañía”, le susurraba su lengua a la mía, cuando ésta la buscaba, antes de pagar la cuenta. “No te necesito”, se empeñaban en corregirle sus gestos, cada vez que los rayos de sol que atravesaban mi ventana la despertaban.
Yo entendía todo aquello como un juego. Emoción. La pugna que toda pareja ha de asumir para alcanzar la perfecta comunión. Pero me jodía. Mucho.
Una noche odiosa, cruel, tramposa, me sentí diferente. Sentí que había llegado el momento. Un momento que no quería ver pero que era inevitable, tal vez porque todo lo que sube tiene que bajar. De repente, vi que estaba siendo engañado por su soledad. Traicionado por mis instintos. Adulado por su mirada. Agasajado por su boca inabarcable.
Me tuve que ir.
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